jueves, 4 de noviembre de 2010

La creación del Virreinato del Río de la Plata y las reformas borbónicas:

    Poco tiempo después, la Real Ordenanza de Intendentes del 28 de enero de 1782 dispuso dividir el Virreinato del Río de la Plata en ocho gobernaciones-intendencias, además de las gobernaciones militares y políticas de Montevideo y de los pueblos de las antiguas misiones jesuíticas. Pero como consecuencia del informe presentado por el virrey Juan José de Vértiz, esta estructura fue modificada por Real Orden del 29 de julio de 1782 y por la cédula aclaratoria del 5 de agosto de 1785, suprimiéndose las intendencias de Cuyo y Santa Cruz de la Sierra y dividiendo la del Tucumán en dos.  En definitiva el virreinato quedó integrado por las gobernaciones-intendencias de Buenos Aires, Paraguay, Córdoba del Tucumán, Salta del Tucumán, La Paz, Charcas, Cochabamba y Potosí, más cuatro gobernaciones que fueron Montevideo, los pueblos de las misiones guaraníes, y los de las provincias de Moxos y Chiquitos. Más tarde se agregó la de Puno (reintegrada a Perú en febrero de 1796).
En el contexto cultural argentino (al que esta obra va dirigida) es necesario aclarar que este nuevo virreinato no incluía el territorio patagónico, que según la mitología oficial que se desarrolló en este país fue parte de aquella jurisdicción. La real cédula de 1776 nada decía sobre los territorios del extremo sur, ni tampoco decía nada al respecto la real cédula de 1777, que confirmó la creación del virreinato. Mencionan a Cuyo y a Charcas, pero no a la Patagonia. La historiografía oficial argentina ha pretendido que esta omisión se debió a que la Patagonia pertenecía ya a la gobernación de Buenos Aires, pero esta afirmación es insostenible debido a que todos los mapas españoles del período incluyen a la Patagonia como parte del "Reyno de Chile". Tal es el caso, por ejemplo, del famoso mapa de Cano y Olmedilla, "geógrafo pensionado de Su Majestad", de 1775. Mapas posteriores a la creación del virreinato, como el del extremo sur del continente firmado en 1798 por el secretario de la Real Armada, Juan de Langara, tampoco hacen mención alguna del Río de la Plata en esas tierras australes, mientras que sí mencionan al Reyno de Chile.
   
Esto no quiere decir, por supuesto, que esas tierras hayan sido auténticamente chilenas en 1810. Eran tierras indígenas que nunca habían sido conquistadas por los españoles, y por ende, ni chilenas ni del Río de la Plata. Es por ello que ningún mapa del Imperio Español publicado por otras potencias europeas deja de señalar a esos territorios como res nullius, es decir, tierra de "nadie" que estaba abierta a la conquista por los Estados del mundo "civilizado" (es decir europeo). Posteriormente, los procesos histórico-políticos y militares deslindarían los límites entre las nuevas repúblicas americanas a través de una lógica que poco tendría que ver con las líneas que trazaba la Corona de España como un medio para hacer más eficiente el proceso de la conquista. Estos límites teóricos jamás se concibieron como el fundamento para las jurisdicciones de Estados soberanos. Naturalmente que en la medida que el límite teórico se convertía en límite de hecho porque existía una conquista efectiva, dicho límite podía servir para el deslinde posterior entre Estados independientes, y éste es el sentido verdadero del uti possidetis. Pero ese no era el caso de la Patagonia, que no estaba conquistada. Por ende, que la Patagonia haya aparecido como "chilena" en los mapas españoles sólo refleja una ficción de la Corona y nada significa desde el punto de vista de la verdadera jurisdicción sobre ese territorio, sea en 1770, en 1880 o en 1990. Sí significa, sin embargo, que la adjudicación de la Patagonia al territorio del Virreinato del Río de la Plata por parte de la historiografía oficial argentina es uno de los mitos sobre los que se basó la "invención" de la Argentina como Estado-nación en el siglo XIX.
   
Por otra parte, respecto de las reformas borbónicas cabe señalar que desde el punto de vista económico el virrey Cevallos acometió una empresa de transformaciones de incalculables consecuencias para la primitiva y frágil economía del Río de la Plata: abrió el puerto de Buenos Aires al comercio libre. La libertad de comercio establecida por Cevallos el 6 de septiembre de 1777 destruyó la hegemonía de los comerciantes del Perú y Chile, en provecho de la economía local. Por otra parte, es interesante observar que, debido a la urgencia con que esas medidas eran requeridas en el contexto de una economía que se asfixiaba con el monopolio español (reduciendo, incluso, su aporte a la misma economía española), Cevallos no esperó el permiso real para autorizar la internación y el intercambio con las provincias de las mercaderías que llegaban a Buenos Aires en buques de registro.
   
Dicha política se complementó con el Real Decreto del 2 de febrero de 1778, que a diferencia del audaz paso hacia adelante tomado por Cevallos, ya era parte de las llamadas reformas borbónicas. Este decreto extendió esta mayor liberalidad a los demás puertos de la América meridional, y fue más lejos, abriéndolos al comercio directo con los peninsulares. A su vez, el Reglamento y Aranceles Reales para el comercio libre de España e Indias, del 12 de octubre de 1778, amplió la libertad de comercio a trece puertos en la península, Baleares y Canarias, y a veinticinco puertos en América, a la vez que protegía la industria textil española, liberándola de derechos durante diez años.

   
Los beneficios que significaron para el Río de la Plata estas disposiciones que liberaban el comercio de sus viejas trabas monopólicas y mercantilistas fueron incalculables, al punto que en el quinquenio 1792-1796, años de paz con Gran Bretaña, la balanza de pagos tuvo un saldo favorable de más de dos millones de pesos. Obviamente, la guerra con Gran Bretaña (desde 1796) detuvo la prosperidad del virreinato, al paralizar el tráfico marítimo con la metrópoli. Los cueros de las 600.000 reses que faenaba la región de Buenos Aires, de las que solo se consumían 150.000, no tenían salida, y los hacendados se arruinaban. Las exportaciones oficialmente registradas, que alcanzaron $5.470.675 en 1796, bajaron a $334.708 en 1797. Tampoco podían importarse las mercaderías necesarias. Esta situación favorecía a las industrias del Interior pero perjudicaba al consumidor, que sufrió un alza de 200% en el precio de los artículos. Para peor, con la paralización de las importaciones la renta aduanera no alcanzaba a $200.000 (1799), y la moneda se desvalorizaba. La prosperidad del Río de la Plata sólo pudo resurgir con la restitución de la paz en América. 

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